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¿Nueva política exterior de EE.UU.?

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EDITORIAL

Trump ha impulsado una vieja tradición de los Estados Unidos de atender sobre todo las cuestiones domésticas y ha priorizado sus promesas de la campaña electoral para privilegiar a su país. Al continente le ha prestado muy poca atención.

Con la presidencia de Trump, ¿cambiaron radicalmente las posturas de Washington en el escenario internacional? ¿Qué consecuencias hubo para el continente?

La promesa de campaña con la cual fue electo Trump fue privilegiar a su país. Nunca fue muy claro acerca de los principales temas internacionales en agenda, pero sí marcó un rumbo general que podía interpretarse como aislacionista. En efecto, hay una vieja tradición en Estados Unidos, que Trump parecía querer revivir, que se preocupa sobre todas las cosas de cuestiones internas y domésticas y que, sin renegar de su papel relevante en el concierto de potencias mundiales, no está por ello dispuesto a llevar adelante una política exterior activa y multilateral en distintas regiones del mundo.

Esa posición aislacionista ya tuvo consecuencias concretas. Trump decidió retirarse del acuerdo de París sobre el cambio climático, por ejemplo, argumentando que antes que cualquier otro interés a defender, la presidencia estadounidense debía proteger a sus ciudadanos en sus posibilidades reales de desarrollo y crecimiento, sin limitante alguna en materia ecológica. Además, menos importante pero sí muy simbólico, Trump decidió retirar a Estados Unidos de la Unesco, acusándola de enormes gastos superfluos y de ser antiisraelí, y también del proyecto de pacto en la ONU sobre migraciones y refugiados.

Trump mostró su talante, tan diferente al de su antecesor, en dos regiones claves. En Oriente Medio, ha sido crítico del acuerdo de potencias sobre la desnuclearización de Irán, acercándose así a las posiciones que en este sentido había mostrado ya el gobierno de Israel. También, ha reanudado de alguna forma con una especie de realismo pro- sunita en la región, apoyándose en Egipto y sobre todo dejando carta libre a Arabia Saudita en su guerra feroz en Yemen. Finalmente, su reciente reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel ha sido criticado incluso por las potencias tradicionalmente amigas de Washington.

En Asia Pacífico, Trump decidió retirar a Estados Unidos del acuerdo transpacífico de cooperación económica. Además, se libró a una escalada verbal atípica con el presidente de Corea del Norte en un contexto de mayor tensión militar en la península de Corea y Japón. Finalmente, en un entendimiento de relaciones internacionales muy Estado- centradas, Trump ha hecho hincapié en una cooperación bilateral clave entre Washington y Pekín para resolver los principales problemas de seguridad que aquejan al sudeste asiático, y sobre todo en la cuestión nuclear en Corea del Norte.

Allí hay buena parte de la explicación del cambio en la política exterior estadounidense. Como si de sus negocios se tratara, Trump se muestra partidario de arreglos bilaterales para conducir los asuntos internacionales. Así lo ha planteado con China, por ejemplo, para resolver temas de cooperación económica, política y militar. Así ha querido hacerlo con la Rusia de Putin, con quien ha entendido que el diálogo directo es clave sobre todo para avanzar en una resolución política y militar del problema sirio y para encontrar una mayor cooperación frente al terrorismo internacional.

En este sentido, Trump se muestra muy distinto a Obama, para quien la clave de la influencia norteamericana pasaba por un liderazgo activo en el marco de vínculos multilaterales con un concierto de potencias que tomaban distinto protagonismo en función de la región que estuviera en juego: los principales países de la Unión Europea, Rusia, China y Japón.

Sin embargo, este cambio de administración y de talante en Washington no se acompañó de otro importante con respecto a las relaciones hemisféricas. Si bien la retórica xenófoba de Trump contra mexicanos y contra musulmanes, tan distinta a la de Obama, tuvo una traducción en decretos anti-inmigratorios que parece que finalmente vencieron la resistencia de la Justicia estadounidense, lo cierto es que este año de administración republicana ratificó una evolución de largo plazo que también caracterizó a su antecesora demócrata: América Latina en general y Sudamérica en particular, no son regiones centrales en la atención de Washington.

A pesar de algún ademán intervencionista en Venezuela o de un endurecimiento de las relaciones con Cuba, la verdad es que la administración republicana ha prestado comparativamente muy poca atención al continente. Para nosotros, este es un rasgo muy importante de la política exterior de Trump que seguramente perdurará en sus próximos tres años de mandato.

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